miércoles, 13 de abril de 2011

Capítulo 3 La recuperación

Mis días de lenta recuperación transcurrían a caballo entre el tedio del interminable aburrimiento, que producía el absolutamente necesario reposo, el indescriptible dolor de las continuas curas, y las siempre agradables y enriquecedoras conversaciones con el homo Universalis.

A las tres semanas ya empezó a mostrase mi cabello, y comenzaba a posar mis pies como el niño que está aprendiendo a andar.

Me confeccionó un calzado muy especial, éste portento de sabiduría. Eran como unas babuchas, que impedían todo roce en la puntera de mis pies. Pero el necesario apoyo de los dedos para caminar aun me resultaba doloroso.

Mis manos se curaban mucho más rápido, ya podía asir e incluso aferrar objetos, cogerlos ya era otra cosa.

Lo de la boca fue lo peor, Las llagas no se terminaban de cerrar, pues los dientes comenzaban a brotar de nuevo. Ahora podía entender el llanto desesperado de los niños.

Evidentemente me alimentaba de papillas y caldos que no alcanzaban a mantener al cien por cien mi organismo. Él cual se resentía.

Estaba comenzando a perder peso, esto unido a la merma sufrida en la recuperación de las infecciones, me había dejado exhausto. El reposo era una necesidad absoluta.

Siempre que me veía en pie Leonardo, se enojaba sobremanera. Escondió el calzado y me dijo. – Todo a su tiempo, ten paciencia.

Según me contó Leonardo: Cuando Merlín vio las infectas aguas que utilizábamos como potables.

Se preocupó por su salud y le entregó un polvo, que él llamó “antibiótico” y que debía tomar si se producía fiebre y problemas digestivos.

Ese polvo fue el que me salvó la vida y su reserva estaba casi agotada.

Habían pasado casi dos meses. Mi cabello era como el de otra persona cualquiera. Las uñas de mis manos, aun a rape, no mostraban la carne viva. Lo de los pies era diferente, las uñas tendían a clavarse en la carne. Las curas con vinagre eran harto dolorosas.

Mis dientes ya asomaban lo bastante como para empezar a masticar, lo cual era un alivio, por supuesto. Sus llagas aun persistentes, eran algo a lo que ya me había acostumbrado, así como la gran cantidad de sal que ponían en mis comidas. Lo más agradable eran los licores que me ofrecían para los enjuagues. Debía tener cuidado de no crear dependencia.

Ahora me paseaba tranquilamente por la casa con el calzado que me fabricó. Sin ningún reproche por parte de él. Es más me animaba a ello.

La casa de este genio era fascinante. En aquella época ya era un acaudalado y reconocido miembro de aquella sociedad. Tenía un buen número de sirvientes, y un equipo de aprendices, que aceleraban enormemente su labor.

Su taller era increíble. Con los medios más arcaicos y rudimentarios, conseguía logros inimaginables. Él no tenía conmigo su consabido recelo sobre su trabajo, que le llevó a idear una escritura que solo él mismo era capaz de descifrar. Él sabía que yo era conocedor de todo su trabajo incluso antes de que él lo idease.

Constantemente me insistía en que no le relevase absolutamente nada que no constase en los libros de historia como parte de su trabajo, y a menudo se asombraba de alguna de mis revelaciones. Pues según él, jamás se le hubiese ocurrido semejante prodigio. En ese instante entendíamos que el motivo real de mi existencia en aquella época era justamente ese. Revelar al genio parte del futuro para así avanzar en la evolución humana.

Ya hacía seis meses de mi llegada a este “mundo”. Ya paseaba por las calles de Florencia bajo la cauta y estrecha vigilancia de mi anfitrión. Me impuso dos lacayos robustos de apariencia temible.

El genio no se fiaba y hacía muy bien, las calles de Florencia podían ser muy peligrosas. Sobre todo de noche, que era cuando yo paseaba. Pues no sin razón, Leonardo pensó que debíamos evitar toda intromisión en esta realidad ajena a la mía.

A pesar del velo de la noche, era una ciudad fascinante.

Acostumbrado a verla en una aparente resolución final. Con la gastada frase de…

“Esto lo hizo tal, en el siglo tal”.

Poder oír decir…

“Cuando acabemos esto será fantástico”. Y ver día a día, como se construía.

Las preocupaciones de la gente eran muy diferentes a las de mi época. Primaba la preocupación del pan, (por el hambre) seguida de la salud, (por la peste) la familia, y por último la religión unida al poder. Naturalmente todos decían que lo primero era esta última, porque confesar abiertamente lo que realmente se pensaba, suponía vértelas con el santo oficio. Él cual estaba siempre ocupado con las clásicas diferencias personales, que acababan en falsas denuncias.

En no pocas ocasiones la inquisición harta de éstas, solía dar escarmiento a aquellos cuyos motivos eran evidentes (Siempre que dichos motivos no beneficiaran a los inquisidores)

El deplorable estado en el que llegué aquí, lógicamente hizo pensar a mi nuevo amigo, que había sido víctima del no tan santo oficio.

Ahora mi nueva preocupación era, que la construcción del segundo espejo concluyese, para salir de aquel entorno que no era el mío.

-El segundo espejo está listo, amigo Víctor (dijo Leonardo)

-Entonces… ¿Qué esperamos?

-Entiendo vuestra impaciencia amigo mío, pero vuestra llegada aquí fue demasiado accidentada como para lanzaros al regreso sin más.

-¿Qué debemos hacer?

-Esperaremos a un amigo, que nos arrojará luz suficiente como para minimizar el riesgo. Por lo menos hasta el límite que conoce. Que no es poco, creedme.

-¿Quién es él?

-Merlín. No conozco a nadie más que halla viajado de este modo, y él lo ha hecho en multitud de ocasiones.

-Entiendo… ¿Cuándo vendrá?

-Dijo que no pasarían más de doce lunas. Por eso trabajé con calma. Además aun en el caso de que hubiera llegado antes de acabar. Él me hubiera ayudado al término. Y yo disfruto enormemente de su compañía.

-Solo queda esperar pacientemente su llegada.

-Así es amigo mío. Aunque ya no tardará pues han pasado más de diez lunas de su partida.

-Entonces habrá que comenzar los preparativos.

-Está todo listo, solo falta la supervisión de éste.

-¿Puedo verlo?

-Si, pero manteneros a prudente distancia.

Bajamos a “la sala de los espejos”. Al cruzar el umbral y verlos a escasamente dos metros de distancia entre el uno y el otro, un escalofrío recorrió mi espina dorsal de arriba abajo, mis piernas temblaron. Leonardo y un lacayo que se encontraba allí cerca, se apresuraron a sujetarme temiendo que me desplomara.

-Tranquilos estoy bien, ha sido como un deja viu.

-Tendréis muchos, teniendo en cuenta vuestro modo de viajar. Éste no será el último. (Dijo mi amigo Leonardo a mi derecha)

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